Cartagena
Será quizás porque se está tomando un respiro, de cara a las bodas de plata del próximo año; o será porque La Mar de Músicas está ya en esa edad de la pos-adolescencia, que tan mal les sienta a muchos jóvenes… el caso es que uno de los mejores (si no el mejor) festivales musicales del hiper-cálido, achicharrante estío hispánico, da muestras, de un tiempo a esta parte, de un cierto cansancio existencial, un indisimulado hastío, hasta caer en la auto-complacencia y el confusionismo.
Del 20 al 28 de julio, nueve abigarradas jornadas conformaron un cartel de actividades tan extenso como rutinario, tan disperso como atosigante, tan ecléctico como desigual, tan atractivo (en pocas ocasiones) como prescindible (en muchas otras).
Lejos quedan atrás ediciones brillantes, con presencias ineludibles (Youssou N’Dour, Marianne Faithfull, Franco Battiato…). Este año la gran estrella del certamen ha sido la maliense Fatoumata Diawara, en plena y meteórica ascensión al cenáculo de la calidad artística y la fama masiva; y es de agradecer que La Mar de Músicas nos la haya traído tan puntualmente, “live”, en pleno descubrimiento occidental. O, mejor, en total confirmación de su alto “status” vital y escénico.
“Fatou” trajo de la mano su más reciente grabación, Fenfo (“Something to say”), un disco que ya
se vislumbra como gran candidato a mejor trabajo sonoro aparecido en 2018, aunque solo sea en el importante apartado de las “músicas de África”.
Clara aspirante a ocupar en el futuro inmediato el lugar de honor que detenta Osmou Sangare, quien la pasada temporada barrió en listas y escenarios mundiales, Fatoumata se marcó un “set” repleto de vitalidad, intensidad, arrebato y conciencia social, feminista y humanista. Hubo guiños en su prestación a la histórica Miriam Makeba, y a la no menos admirable Nina Simone; y, sobre todo, a esas cadencias rítmicas que nos remiten a lo mejor de las tradiciones sonoras que nos llevan a la esencia del África Occidental.
Entre lo ancestral y la modernidad, estéticamente quizás demasiado virada a un sonido occidental, con querencia particular por arreglos jazzísticos y rockeros (más que a los cantos “griots” o “wassalou” de su tierra). Pero no se le puede achacar en exceso esa opción, porque Diawara está construyendo (o ayudando a crear) una nueva sensibilidad expresiva, que no reniega de su historia, ni de su época ni de su espacio en el mundo planetario.
Canciones como la propia Fenfo, que da título al disco, es bien clarividente en este sentido: “¿Por qué nadie me dijo nada? Ni papá. Ni mamá, ni mis amigos ni mis familiares me hablaron del mundo que yo habitaba… Todos ellos tenían algo que decir, pero no lo hicieron…”
¿Rebeldía o protesta? Ni lo uno ni lo otro: Fatoumata registra, documenta la situación y la denuncia, sin acritud, pero con firmeza. Su querida “Mama” merece otra canción, y se la ofrece. En su lengua bambara cos canta también con fervor Ou y’an ye o Negue Negue, pero asimismo abraza el universal lenguaje del inglés para reconocer que hay otros ámbitos, y no vale de nada quejarse todo el tiempo de la “globalización”, Mas bien, su postura ante ella es la de ofrecer la alternativa de un producto artístico de notable altura, pasando por una tecnología punta, pero sin olvidar el espíritu inconformista y luchador.
Tras la exhibición vocal e instrumental de su excelente banda acompañante, Fatoumata se soltó el pelo y bailó como una posesa, fiel a la poliritmia y pasos de danza de su “background”, posturas rocambolescas, desmelenes y exposiciones corporales hasta alcanzar ese clímax final que no puede faltar en ningún concierto africanista que se precie.
Otra buena actuación corrió a cargo del guineano ecuatorial Axel Ikot, residente en España (Madrid, sobre todo) hace bastantes años, pero conservando la fuerza telúrica de sus ancestros, la polivalencia de sus tambores y percusiones varias, y la indudable capacidad para construir canciones enrolladas y pertinentes. Otra gran banda en el escenario, con un guitarrista eléctrico de mucha valía, y dos coristas/bailarinas de fuerza arrolladora y gran sensualidad.
El grupo “pop” y “post punk” Human League, procedentes de Sheffield (Reino Unido) cerró el festival y lo hizo con una prestación impecable de sonido, luz y videos. Pero su música parece ya a estas alturas, desde el punto de vista de la vanguardia, un tanto obsoleta y previsible.
Adelantada en los años 80 del pasado siglo de un pre-tecno neo-romántico, la banda, tras varios cambios en su formación, ha derivado hacia un pop-rock, con su manierista líder vocal y otras dos voces femeninas, elegantes y “glamurosas”, pero a años luz de la gracia y naturalidad de las procedentes del Sur “beyond” Gibraltar. Human League realizó un concierto fácil y agradable para llegar al gran público, y en eso se quedaron. No faltó su gran “hit”, Don’t you want me -más de dos millones de copias vendidas en su día-, y el personal asistente disfrutó de lo lindo.
Toto la Momposina, colombiana esencial; el ya consagradísimo Rubén Blades, con su salsa politizada y de medio pelo, y el inefable cantante estadounidense Gregory Porter ofrecieron, al parecer (no pude asistir) recitales por encima de la media; y la única presencia en España de la neozelandesa Marlon Williams significó igualmente un hito dentro de la semana cartagenera.
Pero fue el encuentro de la familia Montoya, con Alba Molina y la recordada Lole (de Lole y Manuel, una de las únicas voces andaluzas que se han atrevido con el repertorio de la inmensa egipcia desaparecida Om Kalzoum, interpretando incluso en lengua árabe) el recital que mayores emociones despertó, en el terreno siempre bien recibido del flamenco.
Hubo más artistas procedentes del Gran Continente Negro, siempre santo y seña desde los inicios de su andadura de La Mar de Músicas: los congoleños Kokoko¡, los malienses Kokoi Blues y Bamba Wassoulou, la guineana Djanka Diabaté, le ecuatorial Nélida Karr… Brasil, Venezuela, Escocia, Tibet, Palestina, Jamaica y Portugal, sin olvidar a los Estados Unidos de la muy excelente Cecile McLoin Salvant, fueron otros países representados en la convocatoria. No se le puede negar a La Mar de Músicas su vocación internacionalista, descubridora de talentos y atraída por lo desconocido y/o exótico.
Pero otra zona importante de la programación dejo bastante que desear. El país escogido este año como “invitado especial”, Dinamarca, tiene todavía muy poco que decir en el terreno musical, excepciones tipo The Savage Rose al margen.
Demasiada presencia inocua, excesiva atención a quien poco la merece, pleitesía a corrientes artísticas todavía en mantillas, y en todo caso absolutamente prescindibles. A los programadores les debe gustar pasar unos cuantos días en zonas ricas, intentando resolver la cuadratura del círculo. O será para compensar la “africanidad” del evento. Y ¿qué decir de la (in)dependencia murciana? Grupos y solistas en edad de merecer, coleguillas del entorno, que aquí encuentran acomodo fácil pero inmerecido. Dejen todo eso para concursos noveles y actos colegiales.
Así pues, en Cartagena 18 ha coexistido lo sublime con lo grotesco, lo admirable con lo desdeñable, lo válido y lo irrisorio…Un festival al 50 %, o poco más. Síntomas de “faiblaise”, donde la cantidad supera la “qualité”, y donde se cuelan muchas cosas que no debieron colarse, para engordar un programa ya de por sí bastante grueso. El gusto por el gigantismo.
Seguro que se estaban calentando motores de cara a los 25 años próximos del certamen. La progresiva disminución de presupuestos oficiales y de subvenciones quizás explique algo de la situación actual. Pero ¿dónde fueron a parar aquellos magníficos libros editados antaño, programas de apoyo y ayuda? Hace tiempo que ya desaparecieron: se los llevó el viento.
Por lo demás, y por último, deplorar la insolidaridad y escasa altura humana de la dirección del festival. Ella sabe por qué… Pero eso lo dejamos para otro momento, otro año, otra galaxia. O quizás para nunca jamás, como la tierra de aquel que no quería crecer nunca del todo.