Introducción a la música cajún

09/01/2014 - Alexandre Serrano
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La historia de los cajunes es una de adversidad y lucha por la supervivencia. Quizás por ello su música exprese con tanta inmediatez la alegría de vivir y el orgullo de permanecer.
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Un inconfundible nervio sonoro que recorre todo su legado: de las danzas y baladas que acarrearon en su travesía del océano los primeros colonos de Nueva Francia a comienzos del siglo XVII a la presente prodigalidad de estilos y acentos. Puede incluso que la misma postergación de esta comunidad tradicionalmente francófona, católica y subalterna esté detrás de la conservación de unos rasgos tan acusados: insumisos permanentes ante la autoridad británica, acabaron por ser deportados y dispersados durante la década de 1750. Pero tras años de errancia y calamidad -se calcula que la mitad de ellos murió en ese periodo de trastierro- se empezaron a reagrupar en la Luisiana francesa a partir de 1766. Y contra todas las probabilidades, en algunas de las tierras más pobres y pantanosas de las cuencas del Atchafalaya y el Mississippi, en los llamados bayous y marismas costeras, echaron unas raíces que todavía hoy respiran.

El aislamiento jugó pues en favor de la preservación de su cultura. Pensemos, por ejemplo, que hasta la década de 1940 la electricidad no llegó a buena parte de estos territorios aluviales y cenagosos. La idea de los cajunes como un pueblo afable pero endogámico, sociable pero duramente apegado a sus valores rurales y algo excéntricos, muy extendida todavía hoy en los Estados Unidos, es tributaria de esa vida en el margen.
Noción que sin ser del todo impropia, tampoco es exacta: no podemos concebir a los cajunes sin su promiscua vecindad con renegados de todas las naciones, fuesen criollos negros, españoles, indios o bretones, que también encontraron albergue en las mismas parroquias del sur profundo y con los que intercambiaron melodías y fluidos. Cruces de los que surgieron esquejes tan vigorosos como la llamada música creole o el zydeco blues.  Una permeabilidad cultural que puede rastrearse a lo largo de toda su historia, porque si bien es cierto que hay rasgos tonales, rítmicos e instrumentales que se reproducen de época en época y singularizan a lo cajún, también lo es que del western swing al rhythm blues, del hillbilly al hot jazz de Nueva Orleans, las huellas de otros sonidos están a la vista sin necesidad de escarbar mucho.

Pero en verdad, si hubiese que resaltar un solo rasgo de la música cajún, si tocase abandonar el objetivo cobijo que ofrece hablar de su preferencia por los two-step con compás de 4/4 o de la técnica de dobles cuerdas con la que hacen resonar sus violines, sería imperativo hablar de su feroz y gozosa expresividad: en las letras del folklore de Luisiana no escasean los amores no correspondidos y las soledades, menudean los desarraigados y echados a perder, hay borracheras y malas mujeres y casas de lenocinio y, en general, el mundo es tan hostil y traicionero como en cualquier otra parte. Es, no cabe duda, el recitado de gente que ha padecido. Y sin embargo, no es nunca la música de los acorralados, de los vencidos. Es en cambio la de quienes plantan cara, se levantan y se burlan de su desgracia. O bien no se levantan, pero no permiten que les domine hasta la desesperación. Es una música no ya para ahuyentar penas, sino para echarlas a patadas. Música para bailar hasta el exorcismo, para reír entre amigos y festejar bajo la sombra cálida del establo del pueblo o de la casa solariega, entre cipreses acuáticos y magnolios. Es la música vital e irresistible de quienes están aquí, aunque nadie hubiese apostado por ello, para contarlo y hacerlo a su manera.
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Fotografías: Colecciones de Alan Lomax de la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos

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