Teatro López de Ayala, Badajoz.
En cuanto salió al escenario del López de Ayala y abrió la boca, Miguel Poveda dejó algunas pistas nítidas de por dónde iría un concierto centrado en los palos flamencos, en las raíces del género, pero hecho a la medida de un personalísimo cantaor del siglo XXI.
Arrancó el de Barcelona con un guiño a la tradición: haciéndolo por livianas. Los versos recordaron a Pepe de la Matrona (“Ventanas a la calle / son peligrosas / pa’ las madres que tienen / las hijas mozas”), pero Poveda viajó más atrás en la herencia flamenca y las sirvió a palo seco -como las livianas seguramente sonaron en sus orígenes junto a las tonás-, concitando de inmediato la atención del auditorio. Con su voz desnuda cortando el aire y jugando con los silencios, Poveda fue exprimiendo las posibilidades expresivas de cada verso, tal como haría el resto de la función, hasta que en el momento preciso se sumaron los compañeros que tan bien iban a arroparlo durante toda la noche. Primero Paquito González al cajón con Luis Cantarote y Carlos Grilo en palmas y coros. Luego, Jesús Guerrero, joven y extraordinario guitarrista en ascenso.
La puesta en escena fue de lo más austera. Sin bailaoras, sin retroproyecciones y sin efectos especiales después que Poveda mandara apagar la máquina de humo: “¡Que esto parece Londres!”. La pureza de su propuesta no necesitó de adornos ni de florituras.
Poco a poco, el cantaor se fue soltando entre piezas de ArteSano (la introspectiva minera A Pencho Cros, la extrovertida bulería de Cai ¡Qué disparate!) y de discos anteriores, abriéndose a su pasión por la copla con ese ramillete de composiciones que ha engarzado bajo el título de Coplas del querer.
Sin rastros de ese perfil más experimental que coquetea con el jazz, el tango, el bolero o el fado, no podia faltar en su abrazo a las fuentes su homenaje a la poesía de García Lorca. Interpretó Poveda cada verso de Romance de la dulce queja con una hondura en la que pareció dejarse la piel.
Con la bulla festiva de Triana, puente y aparte terminó el cantaor de desmelenarse, abandonó su silla, se marcó unos pasos con esos tangos de Triana e intensificó aún más su contacto con el público.
Animado el respetable, empezó a lanzar una lluvia de peticiones a la que Poveda respondió con un tranquilizador “lo voy a cantar todo”. Y prácticamente así fue, ya que durante más de dos horas y media estuvo entregándose en cuerpo y alma, sin temas instrumentales para descansar la voz ni nada por el estilo. No faltaron en su repertorio la espontaneidad de las improvisaciones ni los juegos en los que fundía una composición con otra, traía citas, evocaba a los maestros y hacía guiños a la tradición.
Se lució especialmente con la soleá apolá Con-Vivencia (en un conciliador tributo a las interpretaciones de Antonio Mairena y de Pepe Marchena), con las coplerías de La Ruiseñora, cantando por alegrías Huele a sal, por sevillanas Con luna y media y por bulerías El alfarero y Qué borrachera, redondeando una actuación soberbia en la que todo estuvo ajustado sin que faltara esa dosis de espontaneidad que siempre se agradece en los directos.
En el bis, la voz del catalán fue encadenando en un generoso popurrí los versos de composiciones tan diversas como Mejor a ti te cuadre, La plazuela y el tardón, El día que nací yo, Esos cuatro capotes, La bien pagá, Bravo, A ciegas (cantada sin micrófono) y Mis tres puñales, entre otras.
Por si alguien lo dudaba, el regreso de Miguel Poveda a las esencias del género ha puesto de manifiesto que su arte está hoy más sano que nunca. Sus interpretaciones son ya auténticas referencias para quien quiera asomarse al flamenco de nuestro tiempo.