
En aquel entonces -cuando yo trabajaba en una tienda de discos- ya habían llegado algunos primeros testimonios de lo que iba a popularizarse como «música celta». Algún programa de radio nos descubrió a Alan Stivell, antes de que en un viaje a Andorra consiguiera hacerme con sus primeros discos. De repente un día, escondido entre las novedades que traía el comercial del sello Zafiro, apareció aquel disco de portada inconfundible, de un músico gallego con una presentación del mismísimo Alan Stivell y un marcado aroma «celta»; había toques de instrumentos gallegos, sí, y con una fina guitarra eléctrica, pero en primerísimo plano el arpa y la voz de Emilio Cao, combinando sus propias composiciones con melodías tradicionales. Todo 100% gallego, pero con un sonido rotundamente nuevo y muy original (habíamos escuchado algo de aquellas nuevas gaitas con L. E. Batallán o lo volveríamos a hacer en el disco titulado «Milladoiro«, germen de lo más tarde sería el famoso grupo, pero esto era ya otra cosa).
Pocos meses más tarde, casi de incógnito, se anuncia un concierto de Emilio Cao en el Teatro Valladolid; estas cosas pasaban en aquella época. Unos pocos devotos asistimos a un recital inolvidable de aquel gallego menudito, que en pleno invierno castellano se venía con una chaquetita fina, pantalón blanco y camiseta… el sólito, con su arpa, una mandolina y una cítara (técnicamente una autoharpa de Smith, como Joaquín me hizo saber, como la que yo ya había conseguido previamente) Me acerqué a saludarle tras el concierto y charlamos: tenía una habitación en una pensión, pero se vino a nuestra casa a continuar la velada. Ahí comenzó una buena amistad, meses más tarde le visité en Santiago, y a partir de ahí, cada vuelta a Santiago solía incluir una cita cordial, la (pen)última, en mi participación en el Xacobeo 1.999. En aquellas conversaciones me iba contando: cómo se «convirtió» al arpa, él, bajista rockero, cuando la descubrió como llamándole desde aquel escaparate de segunda mano. Se había comprado para transportarla uno de aquellos aparatosos Barreiros / Dodge, también ya viejito, claro…
Poco después se puso en marcha el sello Guimbarda y como su primer disco lo había publicado la CFE (Compañía Fonográfica Española) que fueron los que se embarcaron en aquella aventura, no tardaron en publicar A lenda da pedra (1.979) y después No manto da auga (1.981). Por mi parte, no dudé en contar con él ya como artista destacado en el cartel del I Festival Internacional de Folk que programé en 1.982 en Valladolid, y, lo que son las cosas, me lo encontré de jurado en el Encuentro Nacional de Canción de Autor de Jaén en el que participamos en 1.986. Su trayectoria musical dio unas cuantas vueltas y revueltas, cada vez más enfocado en sus composiciones y la música antigua y menos en los sonidos más reconocibles como «célticos»: cientos de agrupaciones gallegas se habían ya acogido a esa bandera, y el prefirió seguir su propia línea más libre en la que podía contar con colaboraciones como John Renbourn, Luis Delgado o Siniestro Total. Cuando volvimos a coincidir en el Festival Ibérico de Alcochete (Portugal) convocados por el también recientemente fallecido Pedro Pyrrait, volvió a regalarnos con un hermoso concierto, de nuevo él solito, tan íntimo y sensible como aquella fría noche vallisoletana en la que nos conocimos. Descanse en paz.