Teatro Coliseo. Buenos Aires
El festival Mestiza Música concluyó su maratón de cuatro jornadas con las actuaciones de la portuguesa Dulce Pontes y su Quinteto y del cuarteto de la cantante argentina Lidia Borda. Pero la noche que más expectativas generó –sin desmerecer a ninguno de los participantes– fue la penúltima, por la convocatoria que genera cada visita a la Argentina de Egberto Gismonti.
Uno se siente cohibido cuando debe relatar una actuación de este auténtico héroe de la música nacido en Carmo, estado de Río de Janeiro, en 1947 y formado con Nadia Boulanger, la misma que fue fundamental para hacer que Astor Piazzolla llegara a ser quien fue. Siente que le faltan las palabras para describir algo que tiene que ver más con la magia que con la música. Que los adjetivos no alcanzan a describir semejante despliegue de perfección, libertad creativa y virtuosismo. Pero intentaremos hacerlo, de todos modos.
El brasileño arrancó su set munido de una guitarra de diez cuerdas, que en el transcurso del concierto cambiaría por otras dos (una de 6 y otra de 12 cuerdas), a medida que parecía dejarlas agotadas, después de hacerlas sonar casi como una orquesta completa. Comenzó con Alegrinho, un tema con un crescendo magnético, y a partir de allí fue recorriendo un repertorio que se mueve en un delicado equilibrio entre la música popular brasileña, el jazz y la música académica. Y que lo confirmó como uno de los compositores y ejecutantes más importantes e innovadores de estos tiempos. Gismonti decidió hablar poco y tocar mucho. Ni siquiera anunció los títulos de los temas: le dijo al público que cada uno les pusiera el nombre que quisiera. Pero se sabe que por sus cuerdas revolotearon clásicos como Dança dos Escravos, Saudações, o la bellísima Bianca. Composiciones con una rica mezcla de influencias donde asoman sonidos de la música folklórica brasileña –como el choro, la bossa nova, el forró, el frevo, el maracatú–, del jazz, el raga de la música india y hasta del impresionismo de Maurice Ravel.
En la segunda parte de su actuación, Gismonti se sentó al piano, donde parece aflorar más su esencia brasileña. Y aunque demostró igual virtuosismo en este instrumento, su set pecó de un poco extenso. Con todo, se pudo disfrutar de joyas como Silence (que grabara con Jan Garbarek), 7 anéis, Bodas de Prata o la delicadísima Don Quixote (dedicada al contrabajista Charlie Haden). Hubo también espacio para la vitalidad del frevo y otras composiciones, como la zigzagueante Infancia, o la tensión perfectamente calculada de Forró. En todos los casos, el artista mostró no sólo una excepcional independencia rítmica, sino también la superposición de líneas melódicas que lo acercan por momentos a un nuevo politonalismo, sin dejar de afirmar el centro tonal, muy especialmente en sus obras de espíritu brasileño.
Pero la tercera noche de Mestiza tuvo aún más música. Y de la buena. El comienzo estuvo a cargo de una figura mítica de la música rioplatense: el compositor, arreglista, multiinstrumentista y vocalista uruguayo Hugo Fattoruso, quien esta vez optó por una presentación en solo piano. Quien fuera uno de los fundadores del legendario grupo Los Shakers e integrante de otras agrupaciones tan importantes como Opa o Rey Tambor (muchas veces en compañía de su ya fallecido hermano Osvaldo) se mostró con una vitalidad sorprendente, haciendo gala de una chispeante y hasta por momentos despreocupada formalidad temática. Ya desde el comienzo, con Mi prima Mabel, dejó en claro que lo suyo es tanto la improvisación jazzística como su arraigo en el candombe. De allí pasó a Milonga de la luna, una melodía cadenciosa con una parte más free en el medio; para continuar con esa suerte de letanía que es Influencias, donde afloró el característico tarareo con que suele acompañarse; desembocando luego en Vivir contento, una melodía endiablada que va y viene hasta desembocar en un ritmo de milonga. También se destacó en Repicado, un tema propio con indisimuladas reminiscencias de candombe, y en La casa grande, un tema del legendario Eduardo Mateo que arranca dulce y nostalgioso para tornarse dramático y obstinado.
Con el escenario ya caliente, llegó el otro plato fuerte de la noche. Carlos “Negro” Aguirre arrancó con un solo de piano al que se fueron sumando sutilmente el contrabajo de Fernando Silva y la batería de Luciano Cuviello, los integrantes de su nueva experiencia grupal en formato de trío.
El compositor y pianista entrerriano se desmarcó esta vez de sus raíces folklóricas para explorar nuevas sonoridades que toman recursos del jazz y de la música brasileña, y donde cobran más importancia las atmósferas que las melodías. Supo lucirse en Hiroshi, su segundo tema; Kalimba, un hermoso tema de título provisorio que, con sutiles toques de percusión, oscila entre un clima dulce y otro marchoso; y en el delicado Dentro de mí, de fuerte sesgo jazzístico. Por último, Aguirre invitó al flautista Juampi De Leone e hizo regresar al escenario a Hugo Fatorusso, quienes se sumaron al pianista con deliciosos contrapuntos de flauta travesera y melódica.
En la despedida, Gismonti y el trío de Aguirre se unieron en un diálogo amable y sin estridencias, cerrando una jornada histórica de un festival que se propuso combinar la diversidad cultural y la mezcla de estilos y lenguajes, con nombres destacados en Latinoamérica y el mundo. Y lo logró plenamente.
Foto: Egberto Gismonti por Laura Tenenbaum.