Teatro del Viejo Mercado, Buenos Aires.
No fueron “rezongos de bandoneón” los que se escucharon esa noche en el porteñísmo barrio del Abasto, sino el sonido del que muchos consideran el más latinoamericano de los instrumentos: el charango. Ese pequeño artefacto de cinco cuerdas dobles -cuyo origen se remonta para algunos a la mandolina, para otros a la vihuela y no falta incluso quien lo asocia al timple canario, pero que pertenece indudablemente al Altiplano de la Cordillera de los Andes- fue el protagonista casi excluyente de la noche, con esa voz tan característica que puede ser tanto veloz y vibrante como melancólica y dulce como la cadencia de las gotas de lluvia.
A lo largo de casi dos decenas de temas, Rolando Goldman desarrolló un concierto intenso, aunque con una línea argumental algo difusa, que por momentos se acercó al patchwork. El inicio estuvo a cargo de su quinteto de cuerdas con el que grabó uno de los dos discos que conforman el álbum. Arrancaron con la inoxidable Verde romero y y les siguieron elegantes versiones de autores clásicos como Atahualpa Yupanqui o el Cuchi Leguizamón, todas con arreglos del talentoso tucumano Juan Quintero.
Llegado el momento de las presentaciones, Goldman dedicó el concierto a su compatriota y colega Raúl Carnota, sorprendiendo a los asistentes con la noticia de su fallecimiento ese mismo día y arrancando un sentido aplauso de homenaje.
Antes de abandonar el escenario, el quinteto accedió al pedido del público y obsequió como bonus track esa inolvidable canción de cuna cubana que es Drume negrita, popularizada por Bola de nieve.
El set del propio Goldman tuvo un inicio prometedor con Hasta siempre, ese cuasi himno de Carlos Puebla dedicado al Che Guevara, pero con un original agregado: un mensaje grabado por el mismísimo Subcomandante Marcos desde la selva Lacandona. La versión contó con el aporte de los dos primeros invitados de la noche: el “bombisto” Rubén Lobo y el inefable Horacio Fontova, músico, cantautor y actor que hizo gala -como siempre- de su buen humor, pero cuya participación resultó algo forzada cuando derivó en la interpretación de una canzonetta napolitana y una canción de los partisanos italianos.
Cuando Raúl Malosetti se sumó a Rolando Goldman se vivió el mejor momento del concierto. La presencia de este eximio y polifacético guitarrista, que reeditó el dúo que ambos comparten desde hace 20 años, permitió disfrutar -entre otras composiciones- de dos delicados temas compuestos para los filmes Simón, hijo del pueblo y Lunas cautivas.
Con su aspecto bonachón y su tono campechano, Goldman siguió presentando más invitados. Su hijo Julián y Laura Beltramini, ambos en charango, se lucieron con la hermosa El mercado Testaccio, un clásico de los chilenos Inti Illimani; y padre e hijo supieron respetar y enaltecer las sutilezas del Estudio para charango de Mauro Núñez, para dejar paso a un final -con perdón del tópico- a toda orquesta. Que en este caso, como no podía ser de otra manera, fue de charangos, con la presentación de la primera Orquesta de Charangos del mundo, creada y dirigida por Goldman como parte de su intensa labor en la docencia. Esta inédita formación, integrada en esta oportunidad por quince jóvenes instrumentistas vestidos con ropa de distintos colores para identificar los cinco registros diferentes en que tocan, ejecutó Llegan los charangos (la primera obra compuesta especialmente para esa agrupación) y puso en valor antiguos y tradicionales huaynos, carnavalitos y gatos, destacándose sus interpretaciones de Chuquisaqueñita (de Mauro Núñez) y la memorable Guanuqueando, del jujeño Ricardo Vilca, que ha sido grabado por infinidad de músicos, incluyendo al trío de rock Divididos.
Cuando las luces se fueron apagando, ese sonido ancestral y característico del Altiplano seguía resonando en la ciudad, como resuena en los valles y quebradas del Noroeste argentino. El charango había tenido su gran noche. Y no quería que terminara.
Foto: Rolando Goldman por Fernando Marinelli.